domingo, 30 de marzo de 2014

Sobre la novela Flow My Tears, the Policeman Said

Hace tiempo publiqué un post sobre el músico renacentista John Dowland y un lector me hizo el siguiente comentario:

“Interesante artículo, recién escucho su obra Gracias a Philip K dick quien inspirado por Dowland escribió una novela llamada Fluyan mis lágrimas dijo el policía.”
Inmediatamente me saltaron las alarmas, ¿una novela sobre Dowland? Pero no. Una vez investigado el tema en Wikipedia, descubro que se trata de una novela de ciencia ficción de uno de los autores más reputados del género, Philip K Dick, pero que no tiene, directamente, ninguna relación con la Inglaterra isabelina.

De hecho yo no era ajeno a la obra de Dick, pues leí hace tiempo Sueñan los androides con ovejas mecánicas, cuyas páginas ayudaron a edificar el magistral guion de la película de Ridley Scott Blade Runner. Y por desgracia la novela me pareció bastante pobre en comparación con la monumental puesta en escena del film, tanto en su planteamiento como en su desarrollo.

Volviendo al tema que nos ocupa, Flow My Tears, the Policeman Said cuenta una historia sobre la identidad en realidades paralelas en un mundo distópico que, paradójicamente, el autor tan solo sitúa diez años delante en el tiempo desde el año de publicación, que es 1974.

Se supone por tanto que alrededor de 1989 en EE.UU. hay una dictadura policial fruto de una Segunda Guerra Civil, y en lo tecnológico la gente se mueve de un lado a otro en coches voladores, entiendo que como los que salen en Blade Runner. El protagonista es un conocido showman que un día se despierta en otra vida dentro del mismo escenario y que se pasa la novela buscando su yo y su vida anteriores.

John Dowland fue una de las cabezas visibles del movimiento de compositores de canciones para laúd de las islas, una corriente creativa sin comparación en la Europa de la época. Además, su obra está teñida de la melancolía petrarquista asociada a las quejas de un amante cuya pasión no es correspondida por su amada.
La canción Flow My Tears (Fluyen mis lágrimas) es quizá el paradigma de este sentimiento de tristeza de ánimo y dolor psicológico.

Pero centrándonos en la música, la verdad es que no encuentro una relación directa con la obra de Dowland. Aparte de la referencia del título, los capítulos de la novela están encabezados con estrofas de Flow My Tears, pero no se aprecia ninguna conexión con la trama.

Solamente existe una referencia directa a John Dowland en el capítulo diez, cuando el policía protagonista se dedica a escuchar música y comienza con una cinta de aires de Dowland para cuatro voces, y en concreto, con la citada Flow My Tears, que reconoce como su favorita.Ya ya está.

Por tanto, mi ansia de que Flow My Tears, the Policeman Said fuese una historia basada en o relacionada con la música del Renacimiento inglés, acabó en un pozo. Nos quedaremos con la magnífica interpretación que realizan Valeria Mignaco y Alfonso Marín del tema en cuestión en el siguiente vídeo. 


domingo, 23 de marzo de 2014

Sobre los orígenes de la ópera en España

Cuenta la monumental obra coordinada por Menéndez Pidal Historia de la cultura española que la primera ópera de la que se tiene noticia en el siglo XVII en nuestro país llevaba el libreto firmado por el mismísimo Lope de Vega. Su nombre era La selva sin amor y su autor es desconocido, aunque se intuye que la partitura tuvo que ser obra de algunos de los organistas de la Real Capilla.

Sabemos no obstante que la escenografía de su representación era compleja, que implicó al ingeniero florentino Cosme Loti, y que a su estreno asistieron los monarcas Felipe III y su consorte Isabel.

Pero todavía no se denominaba ópera; en este caso se alude a la obra como una égloga pastoril, algo justificable teniendo en cuenta que en la misma Italia durante el siglo XVII se utilizaban numerosos términos para hacer alusión al teatro musical. No es hasta 1698 en que un documento hace referencia a la palabra ópera.

Ahora bien, La selva sin amor era una ópera, a pesar de no llamarse así en un principio, porque el propio Lope de Vega nos lo deja claro en la descripción que hace de la obra en su libreto:
“dos instrumentos ocupan la primera parte del teatro, sin ser vistos, a cuya armonía cantaban las figuras los versos, haciendo en la misma composición de la música las admiraciones,  las quejas, los amores, las iras y los demás afectos.”
Uno de los principales factores que determinan el nacimiento de la ópera es el deseo renacentista de recuperar la tragedia griega, a pesar de que su llegada no se produce hasta el advenimiento de la cultura barroca, con cuyos principios formales y estéticos concuerda a la perfección:
“unión de poesía y música, actuación de solos, coros y orquesta, participación escenográfica de las diversas artes plásticas y coreográficas de la danza, concepción exornativa de la melodía y expresión inicial de una acción argumental patética.” 
También Calderón de la Barca fue autor de los textos de óperas patrias: en 1660 estrenó dos, La púrpura de rosa y Celos aun del aire matan, de cuya música fue responsable Juan Hidalgo, arpista de la Capilla Real.

Sobre la calidad y aceptación social de la ópera española del XVII tenemos el testimonio de Ignacio Camargo, que en su obra Discurso theológico sobre los teatros y comedias de este siglo (1689) llega a afirmar:
“La música de los teatros de España está hoy en todos los primores tan adelantada y tan subida de punto que no parece que pueda llegar a más; porque la dulce armonía de los instrumentos, la destreza y suavidad de las voces, la conceptuosa agudeza de los tonos, el aire y sazón de los estribillos, la gracia de los quiebros, la suspensión de los redobles y contrapuntos hacen tan suave su armonía que tiene a los oyentes suspensos y hechizados.”
Esta ópera española primigenia constaba generalmente de dos actos y la alternancia de áreas y recitativos era sustituida por las partes cantadas y habladas. Resulta curioso que el término zarzuela procede del hecho que en un principio las representaciones tenían lugar en un palacete situado en los bosques de El Pardo al que llamaban la Zarzuela.

El género operístico hispano trataba los mismos temas que su homónimo italiano: temas mitológicos de dioses y héroes, y posteriormente asuntos más mundanos de los simples humanos.

viernes, 14 de marzo de 2014

El nieto del molinero Lulli en la corte del Rey Sol


Jean-Baptiste Lully es sin duda uno de los más grandes músicos del barroco francés. Se le atribuye el haberle dado el impulso definitivo a la ópera gala y el haber mejorado el ballet de la época, acelerando el ritmo de la danza.

Fue músico de palacio de Luis XIV y un favorito del monarca, que era un gran enamorado de la música y de las artes escénicas. Alcanzó lo más alto dentro de la corte del Rey Sol, a pesar de que sus orígenes no solamente eran humildes, sino que encima se situaban en el extranjero, en Italia para más señas.

Giovanni Battista Lulli, que así se llamaba originalmente, nació en Florencia en la primera mitad del siglo XVII, en el seno de una familia de molineros. Ya desde pequeño recibió formación musical gracias a las lecciones de un monje franciscano.

Su emigración a Francia resulta de lo más pintoresca, si atendemos a la versión de su historia que nos ofrece Walter Rowlands en su obra The Great Masters of Music (1906). Parece ser que la Duquesa de Montpensier (más conocida como La Grande Mademoiselle) le pidió al caballero de Guisa que le trajese de un viaje a Italia a “un joven músico para alegrar su casa”, y éste una vez allí acertó a toparse con el joven Lulli mientras tocaba la guitarra, y le ofreció llevárselo para Francia, a lo que el niño accedió. Otras fuentes indican que lo que buscaba la Duquesa era practicar el italiano. Quién sabe…

Continúa Rowlands contando como la de Montpensier se cansó pronto del joven Lully y le mandó a las cocinas, en donde no obstante siguió tocando la guitarra y el violín, y componiendo canciones. Hasta que en una ocasión le puso música a unas coplillas que circulaban sobre su ama y ésta enfurecida le puso de patitas en la calle.

Pero el talento de Jean-Baptiste para la música ya había conseguido llamar la atención de gente muy influyente, de forma que muy pronto entró a trabajar como músico de la corte. A los 19 años tocó por primera vez ante su majestad y éste complacido por las artes de Lully le nombró Inspector de Violines y creó para él un conjunto de jóvenes músicos que recibió el nombre de Les Petits Violons.

A partir de entonces la carrera de Jean-Baptiste Lully se acelera y dispara. Se le encarga componer música para los ballets que tienen lugar en palacio y también colabora con Molière poniendo música a algunas de sus obras.

Sin embargo, su mayor fama está asociada a la composición de óperas, hasta el punto de que se le considera el padre de la ópera francesa. Entre sus obras más renombradas aparecen títulos como Armide, Isis, Atys, Alceste, Psyche, Proserpine y Bellerophon.

Lully era muy querido por Luis XIV y el monarca le permitía tomarse muchas libertades. Cuenta Walter Rowlands, no sé qué grado de veracidad tiene la anécdota, que en el estreno de Armide en Versalles el comienzo de la obra llevaba cierto retraso y que el oficial de la guardia fue a advertir a Lully de que el rey estaba esperando. El músico, con no poca sorna, respondió “el rey es aquí el señor y nadie tiene derecho a impedirle esperar lo que él quiera esperar”.

La muerte de Jean-Baptiste Lully se puede decir que fue causada indirectamente por el Rey Sol. Cuentan que al reponerse el monarca de una enfermedad, el músico fue encargado de componer un Te Deum para agradecer a Dios la recuperación. Lully dirigía la primera interpretación pública llevando el ritmo golpeando con su bastón de director de orquesta en el suelo. En un descuido se dio en un pie abriéndose una herida que posteriormente se infectó y engangrenó.

Los médicos de la corte sólo veían como solución amputar el miembro, pero Jean-Baptiste no acababa de dar su aprobación. Perder un pie suponía no volver a bailar y él era un gran danzarín, de hecho, en 1653 había bailado en escena con el propio rey. Cuando por fin accedió a la amputación del pie ya era demasiado tarde.

El músico murió en 1687. Concluye Rowlands que en su lecho de muerte se le escuchó canturrear "Il faut mourir, pecheur, il faut mourir".

sábado, 8 de marzo de 2014

El Cancionero de Baena y el amor medieval castellano por la poesía

Uno de los fenómenos más notables de la cultura castellana del siglo XV fue la gran afición por la poesía que se extendió, no sólo en la corte y entre la nobleza, sino también en el resto de los estamentos de la sociedad de la época. Ya sólo el Cancionero general daba cuenta de más de doscientos poetas o trovadores y otras recopilaciones aportaban aún más nombres. Una gran oferta de creaciones y creadores para satisfacer a una gran demanda.

Esta proliferación de versos de distinta métrica y diferentes estilos, progresivamente más complejos, estableció la necesidad de recopilarlos por escrito, dado que la transmisión oral comenzó a manifestarse insuficiente para garantizar su supervivencia. Aparecen en consecuencia los cancioneros manuscritos, que no eran otra cosa que colecciones de poemas y canciones populares para ser interpretadas en las horas de ocio de las clases altas.

Los cancioneros, como recipientes de la poesía culta y cortesana, ya aparecen hacia el siglo XIV, bastante antes que los romanceros, o antologías de versos populares, que no llegan a escribirse, importándolos de la tradición oral, hasta el siglo XVI. Es representativo de esto uno de los primeros romanceros que se conocen, el Cancionero de romances, publicado en Amberes en 1550.

Numerosos fueron los cancioneros manuscritos que proliferaban por la Castilla tardomedieval, pero el hecho que determina su difusión a toda la sociedad es la invención de la imprenta. Lo que antaño era un producto de lujo exclusivo para las élites, con la letra impresa y el abaratamiento de los ejemplares consigue llegar a todos los órdenes sociales.

Un pionero en este campo fue Ramón de Llabia, y como era costumbre nombrar a la obra con el apellido de su recopilador, hablamos del Cancionero de Llabia. No conocemos su fecha de publicación, pero como está dedicado a la señora “Dª Francisquina de Bardagi muger del magnífico señor mossen Juan Fernández de Heredia, Gobernador de Aragón”, podemos intuir que tuvo lugar entre 1481 y 1503, intervalo de tiempo en el que el citado gobernador ocupó su cargo.

No obstante, el primer cancionero de relevancia es el de Hernando del Castillo, conocido como Cancionero de Castillo, que eclipsó en éxito y popularidad a cualquier precedente, y que conoció numerosas ediciones entre la primera de 1511 y la última realizada en Amberes en 1573.

Pero aún hay otra colección de poemas con una fama más duradera en el tiempo, el Cancionero de Baena. Es algo anterior al de Hernando Castillo y junto con él completa el fresco de la poesía cortesana castellana anterior al siglo XVI. Fue recopilada por Juan Alfonso de Baena como un presente para el monarca Juan II, gran aficionado a la poesía.

Baena figura como escribano de la corte y nos aclara en su obra que la “fizo ordenó é compuso con muy grandes afanes é trabajos, é con mucha diligencia é afection é grand deseo de agradar complacer é alegrar é servir a la su grand realesa é muy alta señoría”. Vamos que no deja duda sobre inmenso trabajo que le supuso la edición de su cancionero.

A pesar de estar recopilado hacia mediados del siglo XV, contiene poemas del siglo XIV. Supone una antología de los poetas que más estaban en boga, de una forma bastante imparcial, según los expertos, algo de lo que no todos los creadores de cancioneros hacían gala, pues como explica Pedro José Pidal en su extensa introducción a la edición de 1851 del Cancionero de Baena: “Fernando del Castillo, al formar sesenta años después su celebrado Cancionero General, no procedió con la misma imparcialidad    [que Baena]: se dejó guiar, a no dudarlo, de su conocida afición a la poesía alambicada y sutil, y excluyó todas las composiciones escritas en estilo más llano y natural que el que entonces estaba de moda”.

El Cancionero de Baena está integrado por 576 composiciones de 56 poetas conocidos y de una decena desconocidos. El gran valor historiográfico de esta obra reside en que incluye poemas y canciones que no se encuentran en otras fuentes. Volviendo a Pidal: “la mayor parte de las composiciones que incluye no se encuentran en ninguna de las colecciones que conocemos, y de muchos de sus autores no se han conservado más noticias que las que encontramos en este Cancionero”.