miércoles, 25 de abril de 2012

Revista de Música Antigua

Dada la escasez de información que circula por Internet sobre música antigua, no deja de ser reconfortante la aparición de nuevos espacios en la red centrados en el tema. Es el caso de Música Antigua, una nueva revista digital de reciente creación, que pretende reunir en un mismo lugar la mayor cantidad de recursos posible sobre la música anterior al siglo XIX.

En palabras de sus creadores, “pretende ser un punto de reunión y de encuentro para los amantes de la música antigua. Para ello se ha querido dedicar este espacio, en el que cualquiera pueda colaborar con la difusión de la música antigua, esperando que todo aquel que entre pueda disfrutar”.

De esta manera, el portal, de claro espíritu colaborativo, ofrece artículos, reseñas de discos y recitales, vídeos, y en general, cualquier contenido que guarde relación con el sonido de nuestros antepasados.

Desde Soledad tengo de ti les deseamos un gran éxito.

sábado, 14 de abril de 2012

El gran dilema del Padre Soler

El Padre Antonio Soler es probablemente el músico español más significativo del siglo XVIII, tanto por lo rico y variado de sus composiciones, como por sus aportaciones a la teoría musical y por el carácter innovador de su genio. Sin embargo, al estudiar su biografía nos entra la duda sobre si no podría haber brillado más en el paisaje musical europeo de la época de no haberse recluido una parte importante de su vida entre los muros del Monasterio de El Escorial. ¿Pudo haber tomado en un momento de su vida una decisión equivocada que truncó en gran medida una carrera mucho más prometedora de la que tuvo?

Esto último no implica que su carrera fuese mediocre, ni mucho menos; las composiciones que han llegado a nosotros atestiguan lo contrario: aparte de una extensa obra religiosa, conocemos sus sonatas para clavecín (quizá lo más brillante de su creación), sus quintetos para cuerda y órgano, sus conciertos para dos órganos, y finalmente, sus conciertos para dos violines, viola y clave. Por otro lado, son sumamente importantes sus aportaciones teóricas, entre las que destaca “Llave de la modulación y Antigüedades de la música” (1762).

Nació Antonio Soler en Olot (Girona) en 1729. Su formación musical se gestó en la Escolanía de Montserrat, donde ingreso con seis años y aprendió composición y órgano. Tras presentarse a varias oposiciones para maestro de capilla, ganó la de la catedral de LLeida. Pero el obispo de la localidad le informó de que en el Monasterio de San Lorenzo hacía falta un organista y decidió entrar en la Orden de San Jerónimo ocupando la plaza en 1752. Como curiosidad, cabe citar lo exigente de las cualidades necesarias para ingresar en el monasterio, como por ejemplo, que el novicio debía saber gramática y canto llano (esto es lógico), pero además que debía gozar de buena vista, tener una estatura perfecta y no presentar defecto físico alguno. Por descontado se exigía la limpieza de sangre.

Las competencias de Antonio Soler en El Escorial se centraban en la interpretación de música en los diversos órganos, así como la composición de piezas destinadas al culto. Destaca también allí como profesor de música de jóvenes de la realeza y la nobleza. Entre otros fue maestro del Infante Gabriel de Borbón, hijo de Carlos III. No es disparatado aventurar que su decisión de trasladarse al Monasterio de San Lorenzo se debió al deseo de estar cerca de la corte, que pasaba allí dos meses al año, y especialmente, de los músicos cortesanos. Su interés por la teoría musical y la importancia de su obra laica justificaría su interés por aproximarse a los círculos musicales más elevados de la época, tanto para compartir experiencias y conocimientos con los compositores cortesanos, como para dar a conocer sus propias creaciones.

Parece ser que el Padre Soler conoció y trabajó con Domenico Scarlatti, al que se considera, si no el inventor, uno de los principales impulsores de la sonata, y en cualquier caso, su difusor en España mientras estuvo al servicio de Bárbara de Braganza. Las sonatas de Soler presentan el mismo esquema que las del napolitano, dos fragmentos que deben ser repetidos, el primero de los cuales expone el tema en el tono fundamental.

Pero las ansias de llevar a cabo una apasionante y cosmopolita carrera musical de Antonio Soler chocaron con el espíritu de devoción y recogimiento del monasterio jerónimo. En general se consideraba que la relación de los monjes con los cortesanos era perjudicial para los primeros, llevándoles a distraerse en exceso de su vocación. En palabras del fraile Juan Núñez:

 “Una de las malas semillas que pudieran aumentar esas espinas y cambroneras en los hijos de San Lorenzo es la familiaridad y trato de la Corte, que con sus acostumbradas jornadas frecuenta anualmente aquel Real Sitio y Monasterio. Como en las Cortes brilla y luce lo que en el mundo, estando éste con sus pompas, fastos y diversiones a la vista de los que por su profesión renunciaron a vanidades y embelesos, se hace precisa una advertida perpetua vigilancia para que tales objetos y sujetos no expongan al monje a que, puesta su mano en el arado, vuelva atrás sus ojos a ver y codiciar lo que abandonó”.

Quizá esta cortapisa llevó al Padre Soler a buscar sin éxito otro destino más acorde con el desarrollo de su pasión musical. A través de su correspondencia con el Duque de Medina Sidonia, gran melómano, se advierte una petición encubierta de entrar a formar parte de la corte de éste, aunque el Grande de España nunca reaccionó al respecto. Finalmente, solicitó oficialmente su traslado al Monasterio de San Jerónimo de Granada, pero nunca llegó a salir de El Escorial donde falleció en 1783 a los 54 años.

¿Hubiera sido distinta su carrera musical si no hubiese abandonado la capilla musical de Lleida, donde tenía mucha más libertad para difundir su obra, e ingresado en El Escorial? Pero no existe una Historia alternativa, las cosas sucedieron como sucedieron, y a fin de cuentas, todos somos prisioneros de nuestras propias decisiones.  


domingo, 8 de abril de 2012

Juan del Encina, el hijo del zapatero que fue amigo del Papa

Sin duda uno de los grandes de nuestra música, Juan del Encina está considerado como el último gran poeta músico de la Edad Media, el primer polifonista español y uno de los padres del teatro lírico castellano. No son pocos títulos para una sola persona. Su figura destaca tanto en las letras como en las artes musicales y su fama trascendió nuestras fronteras alcanzando la Ciudad Eterna.

Salmantino de nacimiento, sus orígenes humildes no dejaban prever lo brillante de su carrera. Su padre era zapatero y tuvo ocho hijos a los que dio buenas carreras y formación. Juan nació en 1468 y a los dieciséis años entró a formar parte de los cantorcitos de la catedral de su ciudad, asistiendo a las clases en la escuela anexa al templo. Igualmente, estudió en la universidad graduándose en Derecho y tomando las órdenes menores. Gran parte de sus conocimientos musicales es probable que los recibiera de su hermano Diego, que ejerció de catedrático de música en la Universidad de Salamanca durante cuarenta y tres años.

Sin embargo, toda esta formación no estaba al alcance de personas de origen tan humilde como el de Juan del Encina, y aparte de los méritos personales del joven, hay que achacar este privilegio al hecho de que fue paje de don Gutierre de Toledo, hermano del segundo duque de Alba y maestrescuela y canciller de la universidad salmantina. Por alguna razón, quizá por amor a los placeres terrenales, Juan no se ordenó sacerdote y prefirió convertirse en músico cortesano, entrando en 1492 al servicio de don Fadrique Álvarez de Toledo, segundo duque de Alba, y trasladándose a vivir al palacio de Alba de Tormes.

Las funciones de un músico palaciego se concentraban básicamente en entretener a sus señores, dirigiendo los espectáculos y componiendo piezas dramáticas, poéticas y musicales para el solaz y esparcimiento de los duques. El entorno debía ser inmejorable para la creación artística, pues en palabras de Garcilaso de la Vega que acertó a pasar por allí:

“Allí se halla lo que se desea: virtud, linaje, haber y todo cuanto bien de natura o de fortuna sea”
La mayor parte de la obra laica de Juan del Encina se compuso en aquella época. Su Cancionero introduce por primera vez la polifonía en la música coral española, combinando la frescura y sencillez de la tradición poética popular con una corrección formal propia de la música culta. Escribió también piezas teatrales, incluyendo en ellas fragmentos de música, y es por ello que se le considera el precursor del género lírico en nuestro país, que más adelante se convertiría en la zarzuela.

Su proyección internacional se produce en 1499, año en que se traslada a vivir a Roma, entrando bajo la protección del papa español Alejandro VI. No está claro si su partida se debió a un desengaño amoroso (sería la versión más novelesca) o al hecho de que le negaron el puesto, que el consideraba merecido, de maestro de capilla de la Catedral de Salamanca (la versión de la historia más probable). En cualquier caso, este viaje, al que seguirían otros cuatro, difunde su obra más allá de nuestras fronteras y le permite conocer de primera mano el Renacimiento italiano -y  empaparse de él-, coincidiendo con Miguel Ángel, que en ese momento pintaba la Capilla Sixtina, Rafael o el laudista Giovanni Maria de Medici.

Tanto Alejandro VI como su sucesor Julio II tuvieron gran afición por Juan del Encina, colmándole de bulas y títulos en España, como por ejemplo el título de arcediano de la catedral de Málaga, del que se hizo cargo, en su nombre, su hermano Pedro. Sin embargo, al cumplir los cincuenta años se ve imbuido por una crisis religiosa que le lleva a ordenarse sacerdote y a renegar de todo el espíritu humanista que había asimilado en Italia. Realizó una peregrinación a Jerusalén (no se puede decir de él que no fue cosmopolita) y en 1523 se instaló definitivamente en España, ocupando el cargo de prior de la catedral de León hasta su muerte, que le fue otorgado por el papa León X, y que al igual que sus predecesores le quería y admiraba.